9 de diciembre de 2015

¿Copiar o crear?

Decir que las pinturas coloniales son, en gran medida, copias de grabados europeos atenta contra nuestro imperativo de originalidad. Los conceptos románticos de autoría, inspiración y genialidad se escandalizan ante esta noticia. Sin embargo, para no ser anacrónicos en nuestros juicios, debemos asumir que era otro el sentido de pintar, otra la manera de aprender, producir y trabajar entre los siglos XVI y XVIII en las colonias españolas de América. 

Tanto los testimonios como la innegable semejanza entre los modelos y las obras sugieren que copiar fue más importante que crear. 
En este sentido, fueron varios los españoles asombrados por la increíble maestría de los indígenas para imitar, una observación que no está exenta de prejuicios. Fray Toribio de Benavente, mejor conocido como Motolonía, escribió al respecto:


No hay una imagen que [los pintores indígenas] no puedan copiar, en especial, los de [la ciudad de] México […] no hacen más ni menos de lo que la placa sugiere. Apenas sabían cómo pintar una flor, un pájaro, ahora hacen imágenes tan buenas como las de Flandes.[1]

A ello se debe que buena parte de las investigaciones del arte novohispano se dedique a buscar el grabado que inspiró a la pintura, a perseguirlo entre los papeles de los archivos históricos, confiando en que se haya traspapelado, soñando que las polillas no lo han alcanzado y que se encuentra intacto en la bodega de algún museo.

 Y es que ignoramos casi todo acerca de estos pintores.

 No podemos perfilar sus biografías, pocas veces somos capaces de decir algo acerca de sus influencias o de su entrenamiento, las más de las veces no sabemos ni sus nombres. 

El arte colonial, desde los códices hasta los frescos, está plagado de anónimos, pues eran los frailes quienes recibían el crédito por los templos y conventos.

 El patronazgo tenía más valor que el artista: no se registraba la relación entre aquel que encargaba la obra y aquel que la ejecutaba; sí, en cambio, que la iglesia estaba lista, que cierto virrey le regalaba un códice o una pintura al rey de España en turno.

El grabado como fuente de la pintura continuó hasta el siglo XVIII. 

La Alegoría de la protección de la virgen de Guadalupe sobre Nueva España fue creada entre 1754 y 1758 por Joseph Sebastian y Johan Baptist Klauber, un par de grabadores alemanes, y es el origen de tres de los óleos guadalupanos más apreciados del periodo colonial. No solo los elementos iconográficos, la composición misma fue reproducida al pie de la letra (¿o del pincel?) por Ramón Torres, Sebastián Salcedo y Juan Patricio Morlete.





A falta de autores, tenemos modelos. De ahí que el Proyecto para las Fuentes del Arte Colonial Hispánico (Project for the Engraved Sources of Spanish Colonial Art, PESSCA) se haya dado a la tarea de reunir un catálogo en línea de los grabados que (no, no inspiraron) dictaron mucho de la plástica, no solo novohispana, sino peruana, boliviana, quiteña.

¿Qué decir entonces de la originalidad? Muchas veces se le encuentra en el trabajo del color, porque los grabados –hechos en blanco y negro– no podían dar instrucciones al respecto; otras veces, está en el trazo más diestro de un pintor y otras más en los temas que no eran europeos y que, por lo tanto, no tenían modelos que copiar (es el caso de la pintura de castas). En todo lo que no reguló el grabado está la prueba de que la pintura de las colonias hizo mucho más que imitar.

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