Solimán, el sultán del siglo de oro otomano
Solimán lideró el Imperio otomano de 1520 a 1566, fecha de su muerte
Cuando Constantino XI Paleólogo, último emperador bizantino, cayó en combate ante las murallas de la gran capital del Bósforo ante las huestes del sultán Mehmed II el Conquistador, más o menos un milenio después de que otro Constantino iniciara el fecundo devenir histórico de aquel Imperio cristiano, se estaba iniciando una nueva y fascinante etapa de aquella ciudad de tantos nombres bajo el dominio otomano. La vieja Bizancio griega, fundada por los megarenses en el siglo VII a.C., había pasado a ser rebautizada por el visionario emperador Constantino I El Grande como Constantinoupolis, la ciudad de Constantino. Bastaba con decir he polis, en griego «la ciudad», para evocar todo el esplendor de la perla del Mediterráneo oriental, la «Nueva Roma» («deutera Rhome») o «Segunda Roma» («nea Rhome»), como otrora sucediera con la primera y eterna Roma, cuyo brillo acudía al recuerdo con la mera mención de la palabra «urbe» (urbs). Pero cuando, ya desde el XIII, uno de los principados turcos comandados por beys que se habían creado a partir de las tierras perdidas por los bizantinos en el Asia Menor pasó a ser gobernado por el legendario Osmán I, fundador de la dinastía osmanlí y precursor del poder del estado otomano, la sombra se cernía sobre el Imperio romano de Oriente, amenazando su proverbial resistencia. Rompiendo el vasallaje de su principado a los turcos selyúcidas, Osmán y sus sucesores inmediatos comenzaron a amenazar muy seriamente las fronteras bizantinas.
Fin a un mil años
Sultanes como Murad I, conquistador de Edirne, o Murad II, que tomó Salónica, fueron estrechando el cerco a Bizancio hasta que, aquel mítico 29 de mayo de 1453 y tras un mes de asedio, Mehmed II lograra romper el cerco de la polis y terminar con ese milenio de historia y cultura bizantina, que no fue sino una prolongación espléndida de la historia romana, pues romanos, aunque de oriente y de lengua griega, se consideraron siempre los bizantinos.
Constantinopla, «la ciudad», pasó poco a poco a ser conocida como la sede del próspero sultanato otomano, la Sublime Puerta, que no cesó en su imparable expansión a lo largo y ancho del Mediterráneo Oriental y de los Balcanes. Es fama que la pujanza turca –conjurada en parte por la derrota en Lepanto–?llegaría posteriormente nada menos que ante las puertas de Viena y del Sacro Imperio. Hay quien dice, y es una de las teorías sobre su nombre, que la última de las metamorfosis de la denominación de la gran urbe del Bósforo, al pasar a llamarse Estambul, fue debida a una corrupción de la expresión griega eis ten polin, «hacia la ciudad». Como quiera que fuese, bajo el poder de los sucesores de Mehmed II, la perla de Oriente floreció artística y culturalmente de forma in comparable, gracias a la gran afluencia de recursos a partir de las conquistas de los sultanes en la península balcánica, desde el Peloponeso a Serbia, África y Asia. Un ejemplo es la labor de Bayaceto, conquistador de Morea, al que se deben también mezquitas y construcciones lujosas, necesarias por la ruina de su capital en un terremoto en 1509. Esa catástrofe impulso al siguiente sultán, Selim I el Severo, conquistador de Egipto, y, sobre todo, a su descendiente Solimán el Magnífico, a emprender un programa de construcciones digno de una capital imperial. En la época de Solimán, Estambul sólo tenía parangón ya en el mundo con la Roma de los Papas en cuanto a esplendor cultural, científico y artístico y febril actividad edilicia.
Solimán, al que podemos evocar en el magnífico retrato que le hizo Tiziano, accedió al trono de forma cruenta. Se dice que su padre Selim, que le había elegido sucesor antes de su muerte, dio muerte cruelmente a todos sus otros hijos para que ninguno obstaculizara el camino de Solimán en el trono. Su labor es legendaria en el establecimiento del poderío universal de la Sublime Puerta. Militarmente, asentó el dominio total de los otomanos en los Balcanes con la conquista de Hungría. En lo político, tuvo una incesante actividad legislativa que le valió el sobrenombre de «El Codificador» y destacó por ser más bien un hombre de cultura, pese a sus dotes militares, frente a sus antecesores, fundamentalmente líderes belicosos (a Selim, en cambio, también se le atribuyen versos). Su labor en el ámbito de la justicia y las leyes otomanas fue muy notable y su equidad era reconocida incluso por los extranjeros, que enviaron crónicas llenas de fascinación por su figura desde Estambul.
Élite mestiza
Solimán se apoyó en una élite cultural mestiza y no tuvo reparos en servirse de la ciencia y las artes de los diversos pueblos al servicio de su monarquía multiétnica y multicultural: griegos, armenios, judíos o eslavos, entre otros. Un buen ejemplo es el de su lugarteniente y gran visir Ibrahim Pasha, de origen griego, que luego caería en desgracia. O el de Mimar Sinan (1490-1588), su arquitecto principal, que llevó a cabo la construcción de las grandes mezquitas y obras públicas de su reinado. Sinan, que era de familia cristiana, acaso armenia, fue contemporáneo de otros grandes de la edad de oro de las artes renacentistas, como Palladio, Miguel Ángel o Juan de Herrera. Entre sus obras destacan la mezquita de Selim, en Edirne, la fastuosa Mezquita de Solimán, en Estambul o Puente Mehmed en Bosnia. El sultán promovió en su palacio de Topkapi una suerte de gremio de artistas y artesanos, el Ehl-i Hiref o «comunidad de talentos», que congregaba a todo tipo de especialistas en artes diversas. Su objetivo fue convertir Estambul, con obras públicas y culturales, en la metrópoli islámica por excelencia y en una capital sin parangón en el mundo conocido. Por último, también fue reconocido como promotor de la literatura y, en concreto, como un amante de la poesía, que cultivó l mismo con notable talento. Por la corte de Solimán, en fin, desfilaron visires y ulemas, derviches y sufíes, eunucos y princesas del harén imperial, caudillos del poderoso ejército e intrigantes cortesanos. Así fue la gran Estambul bajo su gobierno, una gran capital imperial que se nos antoja una auténtica protagonista de la historia con personalidad propia: una ciudad inabarcable, plena de vida y con muchas capas superpuestas de historia y cultura que, aun hoy, la convierten en la más vibrante metrópoli de la Europa Oriental.
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