por su prepotencia en Afganistán: la cruel tumba de los imperios. Del gigantesco ejército enviado por el Imperio británico a la ocupación del país asiático regresaron un escaso puñado de supervivientes harapientos dos años después.
El 2 de noviembre de 1841, una muchedumbre se congregó en torno a la residencia en Kabul de Alexander Burnes y a la tesorería británica en la ciudad. La turba asesinó a todos los europeos que encontró en las calles y terminó confluyendo en la casa del aventurero y diplomático escocés, que se había hecho célebre narrando en Londres las exóticas delicias del país asiático y ahora ejercía de asesor político durante la ocupación británica.
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Burnes se creía respetado por la población. En un principio se había mostrado contrario a que el Imperio británico interviniera directamente en la política doméstica, pero cuando se produjo la ocupación británica del país no dudó en sumarse a la legión de estómagos agradecidos que conformó la gigantesca expedición que ocupó Afganistán en 1839. Presumía, además, de tener un buen instinto político quien en verdad era un iluso: los habitantes de Kabul le tenían por un demonio que no había dejado de deshonrar a sus mujeres desde que puso pie en el país. Lo detestaban por su agitada vida privada, tanto como para quemar y saquear su casa y despedazarlo en un improvisado arranque de ira. «Las espadas afiladas de 200 valientes afganos redujeron su cuerpo a jirones de hueso», apuntó un cronista local. En cualquier caso, no fue el único desengañado de la Primera Guerra Anglo-Afgana, una derrota insólita en un tiempo en el que los ejércitos coloniales controlaban medio planeta con puño de hierro.
Una intervención evitable
Como explica William Dalrymple en «El retorno de un rey», editado en español por Desperta Ferro, el gobernador de la India tomó la decisión de restaurar en el trono a Shah Shuja y ocupar el país –conocido como la tumba de los imperios desde los tiempos de Alejandro Magno– temiendo la influencia de los rusos en la zona persa y sus ambiciones sobre Afganistán. Los británicos manejaban información poco precisa sobre la posición de Dost Mohammad, el representante de la dinastía de los Barakzais que había derrocado, en 1826, a Shah Shuja, de la dinastía de los Sadozais. Antes de intervenir los extranjeros, el país vivía un momento de equilibrio entre nobles y tribus gracias a la fortaleza de Dost Mohammad, que, además, se mostraba más favorable al Imperio británico que al ruso. Meterse de lleno en aquellas aguas pantanosas fue una temeridad y un desconocimiento total de cómo funcionaba el país.
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