18 de octubre de 2017

CULTURA La materia del tiempo o un museo en defensa del arte

ESPECIAL: 20 aniversario del Guggenheim.
En 1982 el escultor Richard Serra llegó por primera vez a una herrumbrosa Bilbao de la mano de Carmen Giménez para participar en el Museo de Bellas Artes de Bilbao en la exposición Correspondencias: 5 arquitectos / 5 escultores que enfrentaba, entre otros, al propio Serra con un arquitecto canadiense llamado Frank Gehry.

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 Entre las muchas epifanías que se conocen sobre la gestación del Guggenheim Bilbao, merece también considerarse este episodio seminal. La verdad es que el reparto principal de la película estaba allí reunido. Faltaba encontrar el director y el productor adecuados. El director no fue otro que Thomas Krens, director de la Fundación Guggenheim, hoy injustamente olvidado, pero, sin duda, el auténtico ideólogo del milagro de la multiplicación de los panes y los peces en el mundo de las franquicias de los museos internacionales. Él fue el inventor de un modelo que, para bien o para mal, ha imitado hasta el Museo del Louvre, padre de todos los museos.

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Museo Guggenheim Bilbao CARLOS GARCÍA POZO


Los productores, por su parte, fueron, conviene decirlo, los valientes políticos vascos que pusieron al Gobierno autonómico y a la Diputación en la dirección de sacar adelante un proyecto que, por aquella época, tenía mucho de quimera. Llovieron las críticas en forma de chubascos, ciclogénesis y sirimiri, pero se mantuvo la conjura hasta el final. El arquitecto Frank Gehry y el talento constructivo local se pusieron a la tarea en la creación de un auténtico prodigio de la arquitectura del cambio de siglo. Mientras tanto, se daba forma a la gestión intelectual y material de un concepto museístico inédito en el que participó desde el primer momento su actual director Juan Ignacio Vidarte, a quien la villa de Bilbao está tardando en dedicarle una calle o una plaza.

El Guggenheim se convirtió casi en el mismo momento de su inauguración en el símbolo paradigmático de la transformación de una ciudad en todos los órdenes, desde su periclitado pasado industrial al mundo global, donde la cultura y el arte por primera vez jugaban un papel protagonista entre las estrategias políticas y económicas.

En estos 20 años, el museo no sólo ha contribuido beneficiosamente a su entorno, además, como novedoso modelo de museo, ha sabido acreditar una gestión ejemplar en paralelo a la propuesta de una variada y exigente programación artística cada vez menos dependiente de la fundación neoyorquina. No menos elogiable ha sido la labor coleccionista desarrollada, donde ha primado la calidad frente a la cantidad, con apuestas radicales como fue la cesión del gran espacio denominado el Pez al mencionado Richard Serra para crear la barroca instalación La materia del tiempo que, como el cinturón de hierro que sirvió de defensa a Bilbao durante la Guerra Civil, sirve ahora de trinchera para defender la experiencia sublime que sigue deparando el arte al espectador contemporáneo.

Con todo, el peligro se encuentra en la emulación. El éxito del Guggenheim y de Bilbao ha animado a otras ciudades y regiones de todo el mundo a plantear proyectos similares sin los argumentos, el sentido de la oportunidad y la suerte que mereció aquel. De la misma manera que tenemos que reconocer el éxito del Guggenheim, tenemos que certificar el fracaso del museo franquicia, en cualquiera de las versiones que se han ensayado en distintos puntos del planeta.

En 20 años el mundo ha cambiado de forma radical y, afortunadamente, Euskadi también. El mundo en expansión galáctica que vio nacer el Guggenheim ahora se contrae, ante la constatación de los propios límites de la globalización y de sus abusos. Y, al mismo tiempo, ETA se ha desvanecido en el laberinto de su propia materia del tiempo.

Es esta efeméride, sin duda, una buena oportunidad para reflexionar sobre el profundo cambio de paradigmas vivido en la sociedad global y local y, por supuesto, cómo afecta al arte, que, antes de la audiencia, es la principal razón de ser de un museo.

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