Antes de medirse con la nueva entrega de la serie Pepe Carvalho, el autor barcelonés retrata la ciudad desde todos sus ángulos con «Taxi»
Carlos Zanón, a bordo de un taxi durante la promoción de su novela - XAVIER CERVERA POR DAVID MORÁN
Si Bruce Springsteen nació para correr, Sandino lo hizo para quedarse embobado mirando cómo giran los surcos de un vinilo y, fascinado por esas espirales sin fin, convertir su vida en un continuo moverse para no llegar a ningún lugar concreto. «Su historia son canciones y no sabe apagar el tocadiscos», subraya Carlos Zanón (Barcelona, 1966), el más mestizo de los autores de novela negra contemporánea, sobre el protagonista de «Taxi» (Salamandra), un taxista accidental que recorre Barcelona sin rumbo fijo mientras alterna las noches en vela con un largo historial de sábanas revueltas y un barrido casi completo a todas las capas de la sociedad barcelonesa. Un retrato zigzagueante de la Barcelona contemporánea que, dos años después de la celebrada «Yo fui Johnny Thunders», Zanón especia con un completo surtido de tramas en el que cabe desde la radicalización yihadista a los fenómenos sobrenaturales pasando por el tráfico de drogas como la burundanga.
-Antes de nada, ¿por qué un taxista?
-Me interesaba la idea de tener un personaje que podía moverse por todos los barrios de la ciudad sin tener dar explicaciones. Además, es muy atractivo que sea un trabajo en el que cada día sales de casa sin saber a dónde irás: dependes del azar y de los otros. Todos vamos hacia algún lado o huimos de algo, pero a un taxista le da igual.
-Sandino recibe su nombre de «Sandinista!», ese disco de The Clash que, pese a saber que no es tan bueno como «London Calling», él defiende con gran vehemencia.
-Es una manera de hablar de la lealtad a una causa por más que sea equivocada o esté perdida. Es, en cierto modo, un personaje muy de esta ciudad.
-En «Taxi» saltamos de la zona alta a los polígonos y del Guinardó a los barrios del centro. ¿Cómo es la Barcelona de Carlos Zanón?
-Mestiza, más bien líquida, nocturna, sin contornos muy definidos y sin propietarios. La zona alta es la única que parece un gueto, y por eso Sandino la llama Johannesburgo. Está desierta, hay pocos comercios, apenas hay gente en la calle; tiene una manera de vivir diferente al resto de la ciudad, mucho más mediterránea.
-Se diría que cada vez se está distanciando más de la novela negra.
-Con este libro había un propósito evidente, sí. Yo tengo una mirada negra, pero me gustaría acabar pensando que soy un escritor, no un escritor de género. Así que con «Taxi» quería desbordar el marco varias veces, meter distintos géneros bien compactados y que fuese una novela con subtramas que vives a la vez. Tenía muy en mente «La Dolce Vita». Sobre todo esa sensación que te queda al final de «¿pero qué he visto?»
-Otro referente es la «Odisea».
-Hubo un momento que veía la «Odisea» en todos lados: en «Mad Men», en «El nadador» de John Cheever… Está la idea del viaje, de no saber si quieres volver o no. La aventura está en no volver.
-¿Hasta qué punto es premeditado ese uso de referentes cultos para bajarlos a pie de calle?
-Se trata de hacer arte popular sin renunciar a mimbres cultos. Quienes hemos sido autodidactas nos hemos educado así: leías un cómic, luego una novela buena de literatura, escuchabas música… No distinguías entre alta y baja cultura. A mí ese tipo de cultura popular me interesa mucho.
-Eso precisamente es lo que encarna Sandino, con libros de Bohumil Hrabal y sus discos de The Clash.
-Quería hacer un taxista atípico, como si un marciano hubiese caído dentro de un taxi. Va dando tumbos por la ciudad y, al mismo tiempo, va buscándose a través de sus historias, de lo que lee, de lo que escucha.
-Lo que no cambia es ese interés por los personajes magullados.
-Me atrae el personaje que es vulnerable pero carismático, que le pasa algo en la vida que le puede redimir. Son personajes que viven en una especie de aburrimiento y que siempre esperan que la próxima vez será cuando se la jugarán.
-En la novela, escrita antes de los atentados del 17 de agosto, encontramos también una pequeña trama sobre un aparente caso de radicalización yihadista en Barcelona...
-Si la hubiera estado escribiendo cuando ocurrieron los atentados, la hubiera quitado; no me gusta la sensación de que he copiado la realidad. Además, a nivel de personaje literario no entiendo qué pasa por la cabeza de alguien que mata a 16 personas con una furgoneta y dos horas antes se está comprando una pizza en una gasolinera. No podría escribir sobre un personaje así porque no lo entiendo.
-Más allá de algunas pinceladas aquí y allá, la Barcelona de «Taxi» es más bien apolítica. ¿Se está guardando material para la novela de la serie Carvalho que tiene que entregar el año que viene?
-No le he pensado. En realidad, me molesta mucho en una novela el maniqueísmo y la lectura fácil. Para mí, la política o la realidad es muy compleja, y no tengo convicciones muy firmes en casi nada. Lo único que intento es explicar las cosas sin pontificar.
-¿Cómo va el Carvalho, por cierto?
-Ahí estamos (risas). Los de Vázquez Montalbán eran libros muy pegados a la realidad, así que imagínese... ¿Dónde ves a Carvalho? ¿Ahora? ¿Hace diez días? ¿Dentro de cinco?
-Otra de las constantes de «Taxi» es la importancia de los lazos familiares, por muy deteriorados que estén.
-Como lector me gusta mucho la novela de clases, y aquí rebusqué un poco en mis recuerdos. La familia, igual que el barrio, te define pero te hace prisionero. No puedes cortar los lazos por mucho que quieras.
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