15 de octubre de 2017

Cultura - Libros El primer cuento

de Hemingway.
El escritor estadounidense Ernest Hemingway
El escritor estadounidense Ernest Hemingway - AP
Parecía un diario. Estaba guardado en una funda de plástico, en medio de un arsenal de recuerdos materiales que serían basura de no haber pertenecido a Ernest Hemingway: cientos de fotografías, papeles sueltos, recibos y muchas cartas. El archivo de la familia Bruce, antiguos amigos del escritor, era un amasijo sin catalogar hasta que, hace unos años, el historiador Brewster Chamberlin se encargó de ello. Entonces, apenas reparó en aquel cuaderno de caligrafía infantil lleno de anotaciones sobre un viaje realizado a Europa, que se sumó al inventario como tantos otros objetos. Todo cambió cuando Sandra Spanier, profesora de la Universidad del Estado de Pennsylvania y editora de The Hemingway Letters Project, visitó el lugar para analizar los fondos. «Esto -le dijo Chamberlin señalando la libreta- es lo que escribió cuando fue a Irlanda y Escocia en 1909». Ella no tardó en caer en la cuenta: el niño nunca estuvo allí. En toda su vida.

«En ese momento entendimos que estábamos ante una pieza de ficción», recuerda Spanier en conversación telefónica con ABC. Aquel cuaderno encontrado en Key West (Florida) escondía el cuento más temprano de Hemingway, la determinación de un niño de diez años por escribir un relato que dejó sin título, con más imaginación que pulso y buena letra. «Estaba tratando de contar una historia, una historia escrita en forma de cartas a sus padres y entradas de diario (...) Es un descubrimiento increíble, de gran valor histórico», continúa la investigadora.


A lo largo del falso diario se salpican detalles reales que buscan la veracidad del texto, esa obsesión que lo acompañaría durante toda su vida. Leemos que el barco en que el protagonista cruza el Atlántico se llama Mauretania, alusión a un buque británico muy conocido a principios del siglo pasado («el único navío, además del Lusitania, con cuatro hélices», tal y como dejó escrito el joven Hemingway en las páginas que ilustran este artículo). También encontramos descripciones de lugares concretos en Escocia e Irlanda, país este último donde se desarrollan algunos de los pasajes más creativos del texto. En uno se cuenta la historia de un hombre muerto que vuelve a la vida una vez al año para reconstruir el Castillo de Ross y dar una fiesta, después de la cual regresa a la tumba. En otro, alude a la leyenda de la piedra mágica del Castillo de Blarney, que dota de elocuencia a todo aquel que la besa, para contar la mala fortuna de un joven que pierde todo su dinero al intentar besar la roca, situada en un saliente de la muralla. Lugares reales atravesados por fantasías infantiles.
Habilidad


«Él nunca hizo ese viaje que describió con tanto detalle, pero encontró la información en artículos de revistas y libros. Este hallazgo demuestra la habilidad del joven autor para investigar sobre un tema e integrar sus nuevos conocimientos en una narración relativamente coherente… Solo tenía diez años. Es asombroso», apunta Chamberlin. Bajo el texto, inocente como el niño que lo escribió, palpita la sangre del escritor en el que se convertiría. Tal y como explica Spanier, ya se puede vislumbrar su tendencia a la economía expresiva, su gusto por la precisión en las descripciones, que construye a través de elementos anecdóticos y locales. «Realmente se aprecia cómo de sensible era a todo lo que le rodeaba», subraya.

No está claro si Hemingway escribió esta ficción como entretenimiento veraniego (en la portada del cuaderno anotó «Septiembre, 1909») o si lo hizo a petición de su profesora o por recomendación de sus padres. En las páginas posteriores a la historia, que ocupa un total de catorce, el joven copia poemas famosos y anota normas básicas de gramática y escritura («todas las frases comienzan con mayúscula»), por lo que podría tratarse de un cuaderno escolar.


Sea como fuere, el escrito revela una cara poco conocida de su infancia, más allá de los estereotipos que él mismo se ocupó de difundir. «La imagen popular del escritor es la de un personaje bruto que no iba al colegio, pero esto demuestra que era un niño con una formación muy buena», defiende Spanier. «Su familia se preocupaba por la lectura y la escritura. Desde una edad muy temprana los hijos de los Hemingway tenían que redactar cartas e historias», asevera. Quizás así comenzó su rigor con el oficio, su pasión por juntar palabras, esa que tanto respetó y nunca abandonó. «Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, solo la muerte puede ponerle fin», afirmó él mismo en la mítica entrevista de George Plimpton que publicó The Paris Review.
Cronista de sí mismo

Como tantos otros artistas de su generación, Ernest Hemingway fue un gran cronista de su propia vida. Consciente del alcance de su popularidad, decidió guardar todo rastro material de su existencia, que legó a amigos y conocidos. En el archivo de la familia Bruce, junto con las fotografías, cuadernos y papeles del autor, se encuentran también otros objetos de dudosa utilidad histórica como un mechón de su cabello o tickets de compra del supermercado. En su vivienda de Cuba, ahora convertida en el Museo Hemingway Finca Vigia, dejó miles de recibos, recortes de prensa y recetas de cocina. Incluso llegó a conservar una radiografía de su mandíbula en su casa natal de Oak Park (Illinois).

«No sé por qué guardaba cosas como esas, pero me alegro de que lo hiciese. Nos dejó un valioso rastro de su vida», afirma entre risas Spanier. Gracias a esta manía conservadora, cada poco tiempo aparece una nueva carta o documento sobre su vida que revela un nuevo matiz de su personalidad. «Era alguien mucho más complejo de lo que la gente cree. Tenía esa imagen de macho, de marinero, de cazador. Pero también era una persona muy sensible, que disfrutaba de la ópera, de la literatura, de la poesía. En mi opinión, estudiarle es como montar un puzzle para conocer a una de las mentes literarias más brillantes de la historia», concluye.

ABC.

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