9 de octubre de 2017

Cultura - Teatros: Concha Velasco:

 «No concibo la vida sin ir todos los días al teatro»
Concha Velasco, en una escena de «Reina Juana»
Concha Velasco, en una escena de «Reina Juana» - Sergio Parra
La actriz vallisoletana regresa a La Abadía con «Reina Juana», un monólogo de Ernesto Caballero que dejará en las próximas semanas. En la mirada de Concha Velasco -doña Concha Velasco- sigue habitando Conchita Velasco, esa muchachita de Valladolid que es, para buena parte de los españoles, casi como de la familia.
Pero ella tiene su propia familia, que acude a sus labios constantemente durante la conversación. Y es que ella asegura que tiene dos vidas -«no quiero más», apostilla-, que son también sus dos pasiones: sus hijos (y su nieto) y la escena. La semana próxima vuelve a uno de los teatros que más le cautivan, el de La Abadía, para representar «Reina Juana», que ya estuvo en este escenario hace unos meses. «Estoy más asustada que la primera vez, porque sé a lo que me enfrento», confiesa. Estas funciones, además, tienen cierto sabor a despedida, porque después de dos años ha decidido quitarse el traje de Reina de Castilla. «Me ha costado tomar esta decisión, mucha gente me animaba a que siguiera con el personaje, pero es momento de dejarlo. Anímicamente estoy muy afectada» .

Después de dos años, ¿qué le ha dado el personaje de la Reina Juana?

Además de premios y de reconocimientos, me ha enseñado que cada representación es diferente. He crecido como actriz lo mismo que han crecido el personaje, el texto de Ernesto Caballero y la dirección de Gerardo Vera. Es tan de verdad todo lo que se cuenta -aunque el lenguaje que emplea Ernesto sea poético y bellísimo, pero muy difícil-; hay tanta sinceridad en la confesión de Juana, que a mí me ha hecho crecer, sobre todo como persona. Dos años de representación de un mismo texto y un mismo espectáculo pueden llevar a la mecanización o al aburrimiento, y en una función tan intensa como ésta se corre el riesgo de sobreactuar. Y yo creo que en el caso de Reina Juana ha sido todo lo contrario: no tiene nada que ver cómo hago yo ahora Juana a cómo la hice hace dos años.

¿Pero cree que el público lo nota, o es algo interno que siente usted?

Yo ahora ya no tengo que pensar. Al principio, con un texto tan difícil y tanta responsabilidad, yo tenía que pensar qué es lo que estaba haciendo; y ahora ya no tengo que hacerlo. Claro que necesito, como siempre, una concentración, no puedo estar contando chistes, porque en los diez minutos anteriores a salir a escena tengo que olvidarme de quién soy. A lo mejor le parece una tontería... No es que tenga que buscar motivaciones personales para interpretar a Juana; al revés, lo que tengo que hacer es olvidarme de que soy yo y convertirme verdaderamente en esa pobre mujer maltratada... Y desconocida. Pero le confieso una cosa. Debo dejar a Juana. Después de La Abadía iremos a Barcelona, y allí se acabará esta función y este personaje, porque reconozco que anímicamente me ha afectado. Anoche hablaba yo con un amigo muy querido que me ha visto varias veces y me decía que me notaba tocada. Y es verdad. Lo estoy. Últimamente, por ejemplo, me afecta mucho lo que cuenta Juana de la relación con su madre. Porque echo de menos a la mía; yo cada noche me acuesto y rezo el Padrenuestro que me enseñó mi madre con su foto en las manos. Y ahora razono la relación que Juana tuvo con su madre desde el primer momento... En Pozoblanco, donde hicimos la función hace unos días, tuve que parar un momento porque estaba afectada. Aunque a mí no me haya pasado nada de lo que le ha pasado a ella.

Es fácil empatizar con Juana...


Claro, pero es que ese es el trabajo de un actor. No tenemos que buscar paralelismos personales, pero sí tenemos que entender los sentimientos: el amor, el odio, el abandono, la sensación de ser traicionada... Aunque no me haya pasado, busco qué me pasaría a mí si tuviera que soportar el abandono, la traición o el maltrato que padeció esta mujer.

¿Ese es el alimento que lleva a los actores a no querer abandonar la escena, a no querer «jubilarse»?

No... A mí lo que me mueve es simplemente que el teatro es mi pasión. Yo no he tenido otra vida, llevo trabajando en esto desde niña. Y no entiendo la vida sin el teatro. El otro día me decía Julia Gutiérrez Caba que durante el tiempo que dejó la escena, al llegar las cinco de la tarde se ponía muy nerviosa... A mí me sucede igual. Esta mañana me metí en un atasco, y enseguida pensé en cuál será el mejor camino para no llegar tarde a La Abadía... Y necesitaría quedarme dos horas después -aunque ahora no nos dejan-, porque necesito el mismo tiempo para concentrarme que para desconcentrarme. No concibo la vida sin ir al teatro todos los días. Mi vida es esa. Me gusta lo que hago, no hay otra razón.

Pero hay funciones, y personajes, que cansan.

No es cansancio. Es que necesito un cambio; me ha pasado otras veces en mi vida. Al terminar la serie de televisión «Teresa de Jesús», yo era consciente de que tenía que cambiar. Fue tan intensa la preparación, tan intenso el rodaje, que al día siguiente de morir Santa Teresa bajé una escalera haciendo la revista «El águila de fuego». Necesitaba un cambio después de dos años muy intensos. Ahora me pasa igual. Al principio era un reto hacer un texto tan importante y trabajar con Gerardo Vera -lo mejor de todo el proceso ha sido mi encuentro con él-, pero anímicamente creo que lo tengo que dejar. Voy a cumplir 78 años y tengo dos años más que cuando lo estrené; me estoy despidiendo de Juana todos los días.

¿También le ha afectado físicamente?

Sí. Todo va unido. No es solo el cansancio de las funciones. Juana es una anciana, es una mujer que ha sufrido mucho. Pero hay momentos en que, sin dejar de serlo, se comporta como una joven al recordar ciertos momentos de su vida; solo son pequeños cambios de voz que marcan el autor y el director. Hacer de niña pequeña siendo una anciana, dar la sensación de que un barco se hunde, contar cómo llegas a Flandes... Esos momentos aparentemente tan sencillos me resultan muy complicados. Es un trabajo físico también duro.

¿El respeto al escenario, casi como un lugar sagrado, es una de las claves de su prestigio como actriz?

Es respeto, en realidad, al público. El espectador ha tenido la generosidad de pagar una entrada y de emplear dos horas de su vida en venir a ver mi trabajo. Y yo debo corresponderle. He suspendido dos veces en mi vida: una vez fue en Barcelona por una afonía, y la otra vez cuando, haciendo «Hécuba», me ingresaron en el hospital. Yo no como para no ponerme enferma y como también para no ponerme enferma. Yo vivo para no defraudar al espectador, más que para mí como actriz. Vivo para eso. Tengo dos vidas y únicamente dos pasiones: mis hijos -y mi nieto- y el teatro. Cuando hice «Filomena Marturano» en 1979 acababa de tener a mi hijo Paco, y me llamaba al teatro la chica para decirme que el niño tenía cuarenta de fiebre, que qué hacía. Y yo le decía: de momento meterle en la bañera, cuando termine la función te digo qué hacemos. Ahora lo pienso y me parece una barbaridad. Pero el momento de salir a escena es sagrado.

Tiene previsto terminar en Barcelona. Es inevitable preguntarle por la situación en Cataluña.

Dios quiera que se arregle todo esto, que me produce una tristeza terrible, porque a mí me encanta trabajar en Barcelona y siempre he tenido mucho éxito allí... Estoy deseando actuar allí.



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