6 de noviembre de 2017

LA COMANDA

(A Eduardo, que sabe de esto)

 
por Enrique Gracia Trinidad Enrique Gracia Trinidad 

Se acercó a la terraza donde acababa de acomodarse un grupo numeroso juntando varias mesas.— Buenas tardes, señoras, ¿qué van a tomar?
— Café para todas —dijo la que parecía llevar la voz cantante; una mujer que andaría cerca de los setenta, con el pelo teñido de rubio estándar.
— Café —, dijo el joven camarero mientras comprobaba que el rubio de casi todas ellas se parecía. Sacó su pequeño bloc para anotar.
— El mío corto de café, con la leche templada y en vaso—, dijo la de la esquina.
— A mí póngamelo descafeinado y en taza, sin leche—, apuntó la que estaba a su lado.
— Yo lo quiero mitad y mitad también en vaso pero con sacarina, por favor.
La mano del joven movía el bolígrafo con destreza. Su mirada iba recorriendo el grupo de rubias teñidas. “A ver si las distingo”, pensó.
— Para mí solo, con azúcar.
— Yo quisiera uno doble con leche fría y en vaso.
La más joven —no bajaría de los sesenta— dijo que lo quería americano, también con sacarina.
— Póngame a mí uno con leche muy caliente, y en taza de merienda.
Hubo un pequeño alboroto de risitas cuando la que estaba enfrente del camarero pidió un poleo.
—Es que estoy de los nervios.
— Ay, hija, de los nervios estamos todas… A mí póngamelo manchado y con la leche muy caliente—, la voz era chillona, como de estar de los nervios sin duda.
La gordita que llevaba un pañuelo de lunares, también rubia dorado y permanente hueca, lo quiso solo sin azúcar ni sacarina ni nada de eso, bien fuerte. Quién lo hubiera dicho.
— ¿Falta alguien?
— Yo, yo. Un café bombón, con una pastita.
— Y a mí largo pero también descafeinado que si no no duermo. La leche templada. En taza.
— ¿Algo más, señoras?
— Yo quería un bollo de esos con pasas y frutitas.
— ¡Ah, sí, claro! para mí un croissant a la plancha—. Era la única que no había cedido al rubio y mostraba sus canas aunque un poco azuladas.
— Yo también, pero sin plancha.
— Y una tostada poco hecha, con mantequilla y mermelada.
— La mía con aceite, por favor.
— Para nosotras un par de ensaimadas, ¿tú quieres ensaimada, no?
— La del poleo dijo que sí con la cabeza mientras buscaba en el bolso un teléfono que emitía a todo trapo España cañí.
Siguieron pidiendo bollos, barritas de pan tostado, picatostes y pulgas de tortilla. La de la sacarina se atrevió con unos churros. Cuando el camarero regresó hacia el local aún apuntaba compulsivamente en su bloc. Iba más encorvado que al principio. Hacía muecas y sudaba. A sus espaldas se levantaba poco a poco un guirigay de comentarios cruzados y risas por casi todo. Si el joven no se tiró aquella tarde a las vías del tren fue porque estaba realmente cansado y por allí cerca no pasaba ningún tren.



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