El Greco
Detalle de «El Caballero de la mano
en el pecho», de El Greco
28/01/2014 Noticia por ABC
Con el repiqueteo de todas las campanas
de la ciudad de Toledo arrancaron el sábado los actos del cuarto centenario de
la muerte de El Greco. Todo un año plagado de actos para configurar el
verdadero rostro de un pintor en mayúsculas.
Hortensio Félix Paravicino y Arteaga no es nombre fácil de recordar. Inmerso en el flujo irrepetible, por calidad y número, de las letras del Barroco español, su figura ha pasado a las historias de la literatura por el mérito de sus sermones y poemas, pero si alguien lo recuerda hoy todavía es ante todo por el retrato que de él realizó El Greco, a tal punto poderoso que inspiraría a Cernuda unos versos célebres («Tú no puedes hablarme y yo apenas / si puedo hablar. Mas tus ojos me miran / como si a ver un pensamiento me llamaran»), y en bastante menor medida por los endecasílabos que el propio Paravicino, religioso trinitario, dedicó al pintor y amigo: «Creta le dio la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria donde empieza / a lograr con la muerte eternidades».
Hay vidas imaginarias, como las que cultivó Schwob, las hay paralelas, como las que postuló Plutarco, y las hay minúsculas, como las que fabuló Michon. Pero Frate Dolcino y el pirata Kid, Agesilao y Pompeyo, los hermanos Bakroot y el tío Foucault bien podrían envidiar en sus tronos de historia, literatura y sueño la vida real del hijo de un recaudador de impuestos del siglo XVI. Cierto que parece el título de un poema de Cavafis, pero es sólo la circunstancia biográfica de un constructor de símbolos.
Madurar en la leyenda
El mundo es un cómputo milagroso, y existen demasiadas peripecias como para organizarlas en una contabilidad exacta, pero cabe deducir que a pocos hombres les habrá sido concedido un itinerario tan diáfano: nacer en la tierra donde Amaltea amamantó a Zeus, vivir tanto en la ciudad más hermosa como en la más poderosa del mundo, morir en el laberinto de un Imperio en su acmé. Conocer la insularidad, la belleza, la gloria. Amanecer en el mito, madurar en la leyenda, aquietarse en el poder. Y transcurrir en carne y hueso, recluido en un cuerpo preciso, dueño de un don imperecedero, renovado sin pausa: la capacidad de contener el mundo en imágenes.
Ya desde su nombre, El Greco aúna su identidad geográfica con su peripecia vital, el cronomapa de su existencia. No en vano, su «nom de guerre» recoge el artículo español por un lado y el adjetivo italiano por otro, aunque firma sus cuadros sirviéndose de su nombre y apellido griegos, Doménikos Theotokópoulos. Rebeldía, ejemplaridad o independencia de criterio, no es sencillo en una personalidad tan poliédrica como la de quien nos ocupa hallar una respuesta definitiva a semejante gesto, pero su aventura creativa no es la propia de un pintor de patria, de escuela, de terruño. El Greco, también en esto, escapa a todo encasillamiento. Quizá él sea, en realidad, uno de los mayores y más fecundos apátridas de la pintura. O mejor dicho: su patria, la radical y segura evidencia de su singularidad, es su obra.
Desdichado a orillas del Tíber
Tras la disolución de Bizancio en 1204, Bonifacio de Montferrato, aspirante fallido a emperador del Imperio Latino y líder de la Cuarta Cruzada, vende la isla a Venecia, bajo cuyo paraguas prosperará hasta que en 1669 caiga en poder de la Sublime Puerta. Según un documento publicado por Konstantinos Mertzios en 1961, El Greco no visitará la Serenísima hasta 1567, pues un año antes aún lo hallamos en Candia reputado como «sgourafos», término que en dialecto significa «maestro pintor». Sin embargo, su viaje a la metrópoli no hará de él un simple imitador de los «madonneri», pintores de vírgenes bizantinas aún hoy veneradas en la Laguna con ardor, como prueba la Victoriosa de San Marcos.
En 1620, el futuro médico personal de Urbano VIII, Giulio Mancini, publica «Consideraciones sobre la pintura». En el libro aparece la primera biografía de El Greco. Mancini afirma que el pintor había trabajado con Tiziano en Venecia, que cuando llegó a Roma sus obras eran admiradas y que incluso alguna se confundía con las realizadas por el maestro veneciano. En todo caso, nuestro artista no fue dichoso a orillas del Tíber. Tras un viaje de estudios que lo conduce a Padua, Vicenza, Verona, Parma y Florencia, se instala en Roma en contacto con el círculo intelectual del cardenal Alessandro Farnese, en el ático de cuyo palacio se aloja. Expulsado de la servidumbre del poderoso en 1572, a resultas de un episodio nunca esclarecido, ingresa, con derecho a abrir su propio taller, en la asociación gremial romana, la Accademia di San Luca, trabajando como retratista y para particulares. No obstante, no consigue encargos de envergadura, por lo que decide dejar la Ciudad Inmortal, relegado por el éxito de pintores hoy felizmente olvidados como Sicciolante, Pulzone o Zuccaro. La conexión española está llamando a sus puertas. Acaso sin saberlo, El Greco se encuentra a punto de hallar su lugar bajo el sol de la gloria.
El resto, historia conocida
Aunque no se conocen las razones últimas de su viaje a España, pues la demanda de decoradores para la obra de El Escorial no pasa de ser una hipótesis atractiva pero imposible de probar, su presencia queda documentada en Madrid ya en 1577 y pronto en Toledo, donde firma sendos contratos con la catedral y el monasterio de Santo Domingo el Antiguo para sus primeros trabajos en nuestro país, el «Expolio» para aquella y tres retablos para este. Además, en 1578 nace su único hijo, Jorge Manuel, futuro maestro mayor de la catedral toledana, fruto de sus relaciones con Jerónima de las Cuevas.
El artista muere sin testar el 7 de abril de 1614. El resto es historia conocida. Un profundo olvido de décadas hasta la recuperación por parte de distintas facciones, cada una de las cuales ha «leído» de forma interesada su figura: desde los románticos a las vanguardias del cambio de siglo, pasando por cierto chovinismo patrio que halló en él un supuesto destilado del genio nacional. Al fondo, como una música profunda, sobreviven en todo caso los versos de un poeta con un nombre difícil de recordar: «Creta le dio la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria donde empieza / a lograr con la muerte eternidades».
Publicado
por ER.VIECO
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