23 de febrero de 2014

El pintor volátil de Eugenio D"ors

Adolfo de Mingo Lorente NOTICIA POR latribunadetoledo.es
«La tierra nos atrae. Parece que de esta atracción la vida puede emanciparse de dos maneras: volando o manteniéndose en pie. Volar es más poético; pero mantenerse en pie es más noble. El Greco: pintor de las formas que vuelan. Poussin: pintor de las formas que se mantienen en pie».
Si ha habido un libro de Eugenio d’Ors (1881-1954) relacionado con la pintura se trata, sin lugar a dudas, de Tres horas en el Museo del Prado, publicado en 1922 y todavía un texto de referencia para quienes desean profundizar en la configuración del pensamiento artístico español durante la primera mitad del siglo XX.
La cita empleada para abrir esta página, sin embargo, procede de una fuente algo distinta: una amplia recopilación de pequeñas reflexiones sobre estética -desde el grabado al aguafuerte hasta el escritor Anatole France, desde el paisajismo hasta la pintura de James Whistler, pasando por Rabindranath Tagore- que D’Ors publicó en el mismo año, 1922. El primero de estos textos, que acabaría por dar nombre a toda la publicación, era Poussin y el Greco.
El ensayista, periodista y crítico de arte barcelonés planteó una contraposición entre ambos pintores, que vivieron durante los siglos XVI y XVII y cuya obra se conserva en el Museo del Prado. Nicolas Poussin (1594-1665), ante todo, fue el máximo representante de la pintura barroca clasicista francesa y uno de los artistas más importantes y simbólicos del país vecino. Las características de su pintura -sencillez compositiva, cromatismo equilibrado, marcada horizontalidad- llevaron a D’Ors a hablar de él como de «un pintor para filósofos», empeñado en clarificar conceptos y por tanto próximo a los postulados de Descartes, de quien fue contemporáneo. Por el contrario, «el Greco era, sin duda, un pintor para literatos. Su vindicación, obra del romanticismo. Aquí triunfan lo dinámico, lo embriagado y místico, la supremacía de la pasión. Se ha dicho si era oftalmópata... No; lo que pasaba es que estaba bebido. Bebido de zumos de Dios y de crepúsculo. En esta situación, las cosas pierden su peso; y al perder el peso de las cosas, llaman -han llamado- los poetas: espiritualizar».
Eugenio D’Ors, que en Tres horas en el Museo del Prado también ahondaría en las «formas que vuelan» del Greco, estrecharía más su vínculo con el pintor cretense al participar, dos años después, en el homenaje que diversos escritores, artistas e intelectuales ofrecieron en honor a Maurice Barrès poco después de su muerte. En él coincidió con algunos de los principales valedores del Greco durante el primer cuarto del sigloXX, como el hispanista Maurice Legendre, el marqués de Vega Inclán y Gregorio Marañón, a quien fue cercano en su juventud y cuya amistad se iría enfriando paulatinamente por motivos políticos.
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Miguel de Unamuno

"En los cuadernos del Greco no hay humor"

Miguel de Unamuno y el escritor Eugenio d’Ors no fueron precisamente los mejores amigos. Sus naturalezas e ideales raramente coincidieron, por mucho que ambos llegaran a conocerse en junio de 1913, cuando D’Ors, recién doctorado en Filosofía y Letras, visitó a Unamuno en Salamanca. Según dicen, el resultado de aquel viaje fue un recorrido turístico tan exhaustivo, bajo un sol de justicia y envuelto en el ininterrumpido monólogo del rector de la universidad, que el autor barcelonés llegó a maldecirlo durante el resto de sus días.
Uno de los escasos puntos en común entre ambos fue, sin embargo, el interés por el Greco. Miguel de Unamuno le dedicó al año siguiente de la acalorada visita de D’Ors a Salamanca, el 26 de marzo de 1914 (cuando se conmemoraba el tercer centenario de su muerte), un breve «ensayo de estética literaria» que no sería publicado hasta medio siglo después. El escritor bilbaíno, seguidor de la reciente biografía de Cossío, llegó a plantear en este texto una asociación de ideas no entre el pintor y Miguel de Cervantes, sino entre el Greco y Calderón de la Barca.
Unamuno profundizó, en primer lugar, en la entonces firme (aunque relativamente reciente) consideración de la pintura del Greco como esencia de lo hispánico: «Llegó de tal modo a consustanciar su espíritu con el del paisaje y el paisanaje en medio de los que vivió que llegó a darnos mejor que ningún otro la expresión pictórica y gráfica del alma castellana». Su texto ahondaba en consideraciones sobre idealismo y espiritualismo, realismo y naturalismo, con referencias a autores filosóficos y literarios como Aristóteles, Nietzsche y Dante.
«Sintió aquí cómo el idealismo italiano se le ahogaba bajo el espiritualismo castellano de la austera Toledo. Vino acaso buscando ElEscorial, donde quería trabajar, y halló nuestra alma». El pensador bilbaíno no reconocía en la producción española del Greco los rasgos identitarios de sus herencias veneciana y romana: «No es ya el soplo paganizante del Renacimiento italiano, la explosión de vida a lo Giorgione, la joie de vivere, ni siquiera del más templado de los venecianos, del Tiziano, ni es la violencia miguelangelesca, violencia de vida y de músculos, sino es el austero y triste recojimiento [sic] del espíritu de Castilla, que quiere salirse del cuerpo elevándose al cielo».
Esta percepción de la tristeza, consustancial a la obra de Unamuno, permanecía latente en los «hombres enjutos y recios», o «encastillados en sí mismos, severos y rígidos», que él creía encontrar en los retratos del pintor. Es precisamente la falta de «un humorismo humanístico, renacentista», lo que diferenciaba para él al Greco de Cervantes y Velázquez. Unamuno no encontró sonrisas en los personajes del cretense, sino «Segismundos y personajes calderonianos», que parecían extraídos de La vida es sueño y La devoción de la cruz.
Desde un punto de vista formal, Unamuno destacó el encendido cromatismo del Greco («no el fuego de unas mejillas encendidas en deseos de vida que pasa y de amor que la engendra, sino otro fuego, fuego de Purgatorio») y sus celajes, «cielos de sierra brava, aborrascados y abarrancados». Llegó, incluso, dando rienda suelta a sus reflexiones sobre idealismo y naturalismo, a considerar al Greco como «el primer apóstol del impresionismo», entendido como «la impresión inmediata de lo natural -visto este a través de un temperamento humano artístico- y no la realidad obtenida por reflexión y más o menos idealizada».

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