Arte, economía, política
La jiennense Cristina Lucas protagoniza en Matadero Madrid una de las grandes exposiciones del año, en la que habla del consumo como ilusión.
El arte inquieta cuando lleva a primer plano lo que olvidamos, silenciamos o (¿sin querer?) ocultamos. Cristina Lucas (Jaén, 1973) es de las que sacan a la luz cuanto dejamos en tales penumbras.
Se valió a veces de ingenuas preguntas: ¿por qué a la Iglesia no le interesa el arte contemporáneo?, decía a un supuesto confesor en un templo con el deslumbrante barroco de la Contrarreforma y después, una inocente chica preguntaba a mamá si los detergentes que empleaba no estarían matando cualquier vida con el pretexto de eliminar gérmenes peligrosos. A este alegato contra la teoría de la guerra preventiva de la inefable pareja Bush-Rumsfeld, añadió más tarde la sospecha de que los varones que Delacroix puso tras la libertad acabaron matándola: tenía al fin nombre de mujer. Más recientemente, ha llevado a los severos cuadros de Mondrian otra realidad tan holandesa como el propio pintor: las chicas del barrio rojo de Amsterdam. El trabajo que ahora presenta en Madrid posee el mismo filo pero mayor ambición.
A lo largo de la nave frigorífica del antiguo matadero sucesivas fotografías hablan del consumo como doble ilusión: despierta expectativas que son del todo irrealizables. Detrás de tal soñado Superbien común, dos fotos de La cámara del tesoro que guarda las reservas de oro del Banco de España: perdido el significado que tuvo en otro tiempo, sigue siendo símbolo de la presunta seguridad del sistema económico: tal vez otra ilusión.
Las fotos forman así un eje que enfrenta nueve vídeos, en el muro de la izquierda, a uno solo en la pared de la derecha. En los primeros, Capitalismo filosófico, diversos especialistas responden a preguntas de la autora; qué es el arte, la verdad, la justicia, la belleza, el miedo, el dolor, el espacio y el tiempo, la vida y la muerte, la alternativa entre ciudadano y consumidor.
Algunas respuestas son brillantes ejercicios teóricos, otras reducen las ideas a exigencias de la profesión o incluso a su relación con el mercado. La verdad puede generar un cuidado discurso pero también limitarse -como en la respuesta del notario- a la comprobación exacta que se pide al fedatario público y aun reducirse más, si se vincula a la oferta comercial de un detector de mentiras, útil, se dice, para descubrir infidelidades matrimoniales. Más que lo trivial de ciertas contestaciones sorprende su coexistencia. Lo elevado convive con lo que suena mezquino pero forma parte de nuestro modo de vida. Se abre así un espacio ancho pero difuso donde ideas y valores indiscutibles se desplazan hasta los entresijos de la profesión o al mero valor mercantil.
Cabría jerarquizarlos pero la autora prefiere, con lucidez, mostrar tan extraña mezcla para ver que en nuestra sociedad la división del trabajo y del saber imponen sus exigencias y que, como decía Humpty-Dumpty, el impertinente personaje que desesperaba a Alicia, la cuestión decisiva no es qué significan las palabras sino quién tiene poder para precisar su significado.
Si los nueve vídeos de la izquerda señalan hasta qué punto la estructura social mediatiza el pensamiento, el solitario vídeo de la derecha da aún más que pensar. Narra la formación del libro, El Capital: cómo, a partir de dispersas notas de Marx, Engels elaboró los tomos segundo y tercero, y qué intrigas políticas e intereses de mercado rodearon después esos papeles. Si Marx, uno de los maestros de la sospecha enseñó a desconfiar de las grandes declaraciones teóricas, el libro, cualquier libro, incluido El Capital, no crece al margen de las relaciones de producción donde se produce.
Podría pensarse que el trabajo de Cristina Lucas llama a la indiferencia o al desánimo. Creo que si a algo impulsa, es a la crítica y a la cautela. La cautela previene contra todo catecismo y recetario y se une a la crítica que muestra cómo rastrear y evitar los niveles de desigualdad a los que puede llevar la pretendida lógica de la escasez (léase, recortes de servicios y salarios) y de la competitividad (esto es, de privatizaciones y supresión de derechos).
Crítica que recuerda además que la economía no es una ciencia sino política. No se apoya en ningún valor material sino en el quehacer de los ciudadanos, mediatizado por la red de los poderes de bancos, empresas y estados. Éstos imponen su lógica salvo que haya fuerzas sociales que logren hacer valer su desacuerdo e impongan la necesidad de un debate.
Esto es lo que no llega a entender cierta derecha que descubrió el liberalismo anteayer e ignora que hoy, en una sociedad poblada por la diversidad, ni siquiera basta la tolerancia sino que es preciso el pluralismo y este será imposible si se piensa que una mayoría númérica, aun absoluta, puede suprimir el debate y negar la palabra a las minorías.
A lo largo de la nave frigorífica del antiguo matadero sucesivas fotografías hablan del consumo como doble ilusión: despierta expectativas que son del todo irrealizables. Detrás de tal soñado Superbien común, dos fotos de La cámara del tesoro que guarda las reservas de oro del Banco de España: perdido el significado que tuvo en otro tiempo, sigue siendo símbolo de la presunta seguridad del sistema económico: tal vez otra ilusión.
Las fotos forman así un eje que enfrenta nueve vídeos, en el muro de la izquierda, a uno solo en la pared de la derecha. En los primeros, Capitalismo filosófico, diversos especialistas responden a preguntas de la autora; qué es el arte, la verdad, la justicia, la belleza, el miedo, el dolor, el espacio y el tiempo, la vida y la muerte, la alternativa entre ciudadano y consumidor.
Algunas respuestas son brillantes ejercicios teóricos, otras reducen las ideas a exigencias de la profesión o incluso a su relación con el mercado. La verdad puede generar un cuidado discurso pero también limitarse -como en la respuesta del notario- a la comprobación exacta que se pide al fedatario público y aun reducirse más, si se vincula a la oferta comercial de un detector de mentiras, útil, se dice, para descubrir infidelidades matrimoniales. Más que lo trivial de ciertas contestaciones sorprende su coexistencia. Lo elevado convive con lo que suena mezquino pero forma parte de nuestro modo de vida. Se abre así un espacio ancho pero difuso donde ideas y valores indiscutibles se desplazan hasta los entresijos de la profesión o al mero valor mercantil.
Cabría jerarquizarlos pero la autora prefiere, con lucidez, mostrar tan extraña mezcla para ver que en nuestra sociedad la división del trabajo y del saber imponen sus exigencias y que, como decía Humpty-Dumpty, el impertinente personaje que desesperaba a Alicia, la cuestión decisiva no es qué significan las palabras sino quién tiene poder para precisar su significado.
Si los nueve vídeos de la izquerda señalan hasta qué punto la estructura social mediatiza el pensamiento, el solitario vídeo de la derecha da aún más que pensar. Narra la formación del libro, El Capital: cómo, a partir de dispersas notas de Marx, Engels elaboró los tomos segundo y tercero, y qué intrigas políticas e intereses de mercado rodearon después esos papeles. Si Marx, uno de los maestros de la sospecha enseñó a desconfiar de las grandes declaraciones teóricas, el libro, cualquier libro, incluido El Capital, no crece al margen de las relaciones de producción donde se produce.
Podría pensarse que el trabajo de Cristina Lucas llama a la indiferencia o al desánimo. Creo que si a algo impulsa, es a la crítica y a la cautela. La cautela previene contra todo catecismo y recetario y se une a la crítica que muestra cómo rastrear y evitar los niveles de desigualdad a los que puede llevar la pretendida lógica de la escasez (léase, recortes de servicios y salarios) y de la competitividad (esto es, de privatizaciones y supresión de derechos).
Crítica que recuerda además que la economía no es una ciencia sino política. No se apoya en ningún valor material sino en el quehacer de los ciudadanos, mediatizado por la red de los poderes de bancos, empresas y estados. Éstos imponen su lógica salvo que haya fuerzas sociales que logren hacer valer su desacuerdo e impongan la necesidad de un debate.
Esto es lo que no llega a entender cierta derecha que descubrió el liberalismo anteayer e ignora que hoy, en una sociedad poblada por la diversidad, ni siquiera basta la tolerancia sino que es preciso el pluralismo y este será imposible si se piensa que una mayoría númérica, aun absoluta, puede suprimir el debate y negar la palabra a las minorías.
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