Cuando Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) comenzó a escribir 'Tiempo de vida'(quizá por 2008) no buscaba sanación. Tampoco creía que la literatura fuese el salvoconducto para lograrla. Escribió con la masa de la sangre aquello que era su vida. O más exactamente: la parte de su vida que tenía que ver con su padre. La relación con su padre, el pintor Juan Giralt. Y ahí se anudan y desanudan admiraciones y desafectos. Cariño y lejanías. Lealtad y bronca. El libro golpea y abraza. Tiene la dosis exacta de autenticidad. Un poco más sería ajuste de cuentas. Un pocos menos, asuntos de casa. El hijo publicó aquella confesión delicada y turbadora en 2010, pero el libro no se ha cerrado hasta ahora. Quedaba un cabo suelto y es éste: la exposición que el Museo Reina Sofía dedica a Juan Giralt, de la que son comisarios Carmen Giménez y Manuel Borja-Villel, abierta hasta el próximo 29 de febrero.
"Poco antes de que mi padre muriese de un cáncer de colon, en 2007, le prometí que haría una exposición con su obra. Una exposición que recuperase su trabajo. Y aquí está", sostiene Marcos Giralt recorriendo las salas donde cuelgan casi 60 piezas entre telas y dibujos. El pintor había nacido en Madrid en 1940. En 1958 marchó a Londres. De ahí a Ámsterdam y después... Conoció el expresionismo, se acercó a las pulsiones gestuales del grupo CoBrA y de regreso a España, después de su primera muestra en la sala Fernando Fé de Madrid (1959), tomó posición en el cauce del informalismo.
«Su recorrido tuvo dos o tres etapas», explica el escritor Marcos Giralt. «En la exposición hemos querido reunir parte de su trabajo desde la década de los años 70 en adelante. En ese tiempo rompe con el informalismo y también manifiesta un cierto rechazo al pop. Es una época importante para él. Expone en la galería Bandrés e inicia una nueva etapa». Es decir, se situó en uno de los pliegues del arte, en una senda propia. «Mantiene una cierta relación con una serie de artistas que también estaban en esa senda esquizoide que intenta separarse del automatismo del arte informal y demás. Ellos buscan en la voluntad de no tener un estilo propio. Cuando se cierran los espacios de Bandrés y de Fernando Vijande en Madrid aparece una nueva generación que encuentra una nueva senda regresando al proceso, a la mancha, a ensuciar la pintura», sostiene Manuel Borja-Villel. Algo estaba cambiando y los tambores sonaban con fuerza.
Era el aviso de que llegaban los años 80, como un tifón. «Mi padre quedó solo en el estudio. Se encontró más ajeno, más oculto. En algunos momentos se sentía menos reconocido, algo que también le sucedió a otros artistas de su generación», apunta Marcos Giralt. «Algunos con una visión más estratégica o más conspirativa pudieron mantenerse, pero a buena parte del resto se los llevó el aire». No es un lamento, sino la constatación de un quedarse fuera de campo. Es ahí donde hay una generación de artistas repletos (hoy) de novedad, de fuerza, de sabiduría en el trazo, en el dibujo, en la competencia de pintar con placer.
«En algunos de los recesos hospitalarios que fueron casi norma en los últimos años de la vida de mi padre se cuestionaba si el haber estado tan dentro de la pintura, de su pintura, no le había condenado a perderse algo de la vida». En el último estudio del barrio de la Guindalera realizó las piezas finales. Son obras donde el gesto tiene sitio junto a una geometría compensada. También con el influjo del paisaje de Castilla y con unas gotas de ironía suave. Y el collage como expedición sorpresiva incrustado en la tela. «Tuvo el respeto de su gremio», sostiene el escritor, «pero quien no estuvo en el canon que marcaron los años 80 fue víctima de apartamiento. Eso le pasó a mi padre. Y a otros». Es el momento de la reivindicación. Porque la historia que se ha contado es la de unos pocos, porque el bosque tiene más de una senda. Muchas más. Una pista de senderos que se bifurcan.
Aquel libro, Tiempo de vida, es el retrato de un padre y un hijo. Un inventario de vida en el que casi nada se calla y en el que, por eso, aparece la vida tal y como es: con sus tristezas y encrucijadas, pero también con sus jubilosos descubrimientos. «Los buenos libros nacen de la necesidad imperiosa de describirse y eso intenté hacer yo. El saldo final, más allá de los posibles momentos de amargura, son unas páginas de luz». Lo que hace Marcos Giralt en ese libro es trazar el itinerario íntimo de algo que nos sucederá a todos, aunque los detalles sean diferentes.
Al final es el testimonio de una reconciliación. Casi de una necesidad lenitiva de estrechar un abrazo más. El penúltimo. Pues el último llega ahora, ya ultratumba, con la exposición del Reina Sofía. Aquella promesa de lecho de muerte. Aquel último afecto final para restituir una obra que está ahí, que sigue y vibra, a pesar de que los interesados manuales del arte reciente en España la hayan cifrado en unos cuantos, ocultando a unos muchos a los que antes o después conviene vengar. Un padre y un hijo se quieren. Para qué más.
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